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viernes, 5 de abril de 2013

De lo mejor que he leído…



Como teníamos miedo, nos veíamos cada día. Comíamos juntos, pero el miedo permanecía a solas en cada mente, como antes de encontrarnos. Pero el miedo se escapa. Si controlas la expresión, se te cuela en la voz. Si consigues controlar la expresión y la voz como si de un pedazo de carne muerta se tratara, se te cuela en los dedos. Se te adhiere a la piel. Se escapa y lo ves en todos los objetos a tu alrededor.
Sabíamos dónde estaba el miedo de cada uno, porque hacía tiempo que nos conocíamos. Con frecuencia no nos soportábamos, porque nos necesitábamos. No nos quedaba más remedio que herirnos mutuamente.
Tú con tu mala memoria. Tú con tus prisas y tus tardanzas. Tú con tu tacañería. Con tu grosería. Tú con tu hipo y tus estornudos, tus camisas, tus calcetines, decíamos.

Necesitábamos la rabia de palabras largas que nos separasen. Las inventábamos como maldiciones para crear distancias. Nuestra risa era dura, nos clavábamos el dolor los unos en los otros. Tardábamos poco, porque nos conocíamos a fondo. Sabíamos a la perfección qué dolía al otro. Nos excitaba que el otro sufriera. Queríamos que se desmoronara por el peso del amor en estado puro y percibiera su escaso aguante. Cada insulto era el preludio del siguiente, hasta que por fin el insultado callaba…

El miedo nos había permitido penetrar en los otros más de lo que está permitido. En aquella confianza tan profunda necesitábamos el cambio que se produjo de improviso. El odio podía pisotear y destruir. Segar el amor en la intimidad, porque el amor volvía a crecer como la hierba alta. Las disculpas borraban los impulsos con la rapidez con que se contiene el aliento…