Y
es que la historia de ti que tú no sabes se va paginando en los ojos de quienes
te han venido conociendo, con sus silencios, con la forma en que te miran y lo
sabes, lo sabes bien porque las palabras no se escuchan. Cuestionas el sentido
del oído, pero no, no es que no escuches, es que lo que callan cuando te hablan
habla más duro, sólo que no lo entiendes, pero sí lo sientes y tu rostro se
arruga, se recoge como las patas de la araña… luego te preguntan qué tienes y
no sabes qué responder. Eres tú ahora el que grita y que nadie escucha,
entonces dices cualquier estupidez; cualquier cosa, algo que acalle lo que te
gritabas hace poco, porque quizás alguien podría escucharte, porque algo tienes
e intuyes que deberías acallarlo. Te abstraes, te distraes, te aferras a un
falso positivo o a una miseria ajena, mejor, te aferras al pronunciamiento en
contra de las tendencias, de la moda; finalmente caes en su dominio y, como
todo el mundo, te la tiras de diferente sólo porque ese clamor ahogado de tu
ser ha de volcarse en alguna clase de indiferencia intelectual propia de un pseudocrítico. Pero te envicias, te lo
crees, y ahora tu creencia habla más duro que tu carencia… atrincheras ése
arquetipo… hasta que eres engullido en una especie de dilema, una parábola sin
fin y te vuelves visceral. Entonces, con unos zapatos de marca, o con un trago
muy trendy en la mano; te quejas de
los ignorantes que no ven lo que se supone que tu sí… ¡y pensar que sólo tenías
que desahogarte!
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