La gente se empeña en no decir cuando habla y
en explicar demasiado con gestos. A ver, de qué se trata. Ayer el hombre de la
taquilla me lanzó el dinero sin yo haberle hecho algo, no me importa qué le
esté pasando, no quiero saberlo; pero obviamente grita desde su descontento las
ganas de contar su pena al primer curioso. Puede ser. La otra vez fui por
algunos tragos y una amiga me contaba lo bien que le va con esa simplicidad tan
propia de unas ganas, que por lo general nunca ganan, y siempre dejan entrever.
Es una máscara y muy usada. Todos somos en cierta forma infelices; los cuentos
terminan en algún inicio, se sabe que después viene la infelicidad. Se ve claro
al leer esos “para siempre,” yo digo más bien “siempre para;” siempre para una
segunda parte. Aparte. ¿Y entonces? Ah claro, vámonos…
Después de unas cuantas cuadras, esto de
caminar es como una exquisitez; la ciudad no ha sido concebida para los pasos,
si no, los zapatos bellos no fuesen los de tacón alto, es inútil hacer entender
que lo sano no es cómodo. Supongo que lo tóxico sí lo es. ¿No te gusta
intoxicarte de cuando en cuando? A lo que vamos no es precisamente a rendir un
tributo a la salud, es un daño que nos complace, y nos place por aquello de lo
colateral. Es cómodo además. Por cierto, ¿cómo hiciste? Mentí, lo usual, ¿tú? Callé,
lo usual. Hay tantas historias que se
escriben entre silencios y mentiras, no me explico cómo la acción en los verbos
se le atribuye tanto a la habladera, a muchos les gusta decir que hacen lo que
no hacen en verdad. No sé, aburre; por eso estamos aquí sin invitar cómplices;
sólo coautores. Llevo días imaginándote; serán los nervios, será el riesgo,
será tu cuerpo, serán tus besos. Seremos, seremos lo que no hemos podido ser. Nos
miran. Siempre no habrán de mirar; la culpa es la prenda que más llama la
atención y la que se viste con la más hipócrita de las vergüenzas…
Besos dices, pero…