“Las palabras son así,
disimulan mucho, se van juntando unas con otras, parece como si no supieran
adónde quieren ir, y, de pronto, por culpa de dos o tres, o cuatro que salen de
repente, simples en sí mismas, un pronombre personal, un adverbio, un verbo, un
adjetivo, y ya tenemos ahí la conmoción ascendiendo irresistiblemente a la
superficie de la piel y de los ojos, rompiendo la compostura de los
sentimientos, a veces son los nervios que no pueden aguantar más, han soportado
mucho, lo soportaron todo, era como si llevasen una armadura, decimos…”
“La consciencia moral,
a la que tantos insensatos han ofendido y de la que muchos más han renegado, es
cosa que existe y existió siempre, no ha sido un invento de los filósofos del
Cuaternario, cuando el alma apenas era un proyecto confuso. Con la marcha de
los tiempos, más las actividades derivadas de la convivencia y los intercambios
genéticos, acabamos metiendo la consciencia en el color de la sangre y en la
sal de las lágrimas, y, como si tanto aún fuera poco, hicimos de los ojos una
especie de espejos vueltos hacia dentro, con el resultado, muchas veces, de que
acababan mostrando sin reserva lo que estábamos tratando de negar con la boca.
A esto, que es general, se añade la circunstancia particular de que, en
espíritus simples, el remordimiento causado por el mal cometido se confunde
frecuentemente con miedos ancestrales de todo tipo, de lo que resulta que el
castigo del prevaricador acaba siendo, sin palo ni piedra, dos veces el
merecido…”
Fragmentos de Ensayo
sobre la Ceguera, de José Saramago