Alma y cuerpo, cuerpo y alma…
¡Qué misteriosos eran! Había animalismo en el
alma, y el cuerpo tenía sus momentos de espiritualidad. Los sentidos podían
refinarse y la inteligencia degradarse. ¿Quién podía decir dónde cesaba el
impulso carnal o empezaba el psíquico? ¡Qué superficiales eran las arbitrarias
definiciones de los psicólogos ordinarios! Y, sin embargo, ¡qué difícil
pronunciarse entre las afirmaciones de las distintas escuelas! ¿Era el alma un
fantasma que habitaba en la casa del pecado? ¿O el cuerpo se funde realmente
con el alma, como pensaba Giordano Bruno? La separación entre espíritu y
materia era un misterio, y la unión del espíritu con la materia también lo era.
(…) siempre nos equivocamos sobre nosotros mismos y raras veces entendemos a
los demás. La experiencia carece de valor ético. Es sencillamente el nombre que
dan los hombres a sus errores. Por regla general los moralistas la consideran
una advertencia, reclaman para ella cierta eficacia ética en la formación del
carácter, la alaban como algo que nos enseña qué camino hemos de seguir y qué
abismos evitar. Pero la experiencia carece de fuerza determinante. Tiene tan
poco de causa activa como la misma conciencia. Lo único que realmente demuestra
es que nuestro futuro será igual a nuestro pasado, y que el pecado que hemos
cometido una vez, y con amargura, lo repetiremos muchas veces, y con alegría.
(…)
Nada, excepto los sentidos, puede curar el
alma, como tampoco nada, excepto el alma, puede curar los sentidos…
”
Fragmento de: El retrato de Dorian Gray, Oscar
Wilde
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